La capacidad de supervivencia de los boludos

       

         Los personajes de las tiras diarias, al igual que otros organismos vivos, están sujetos a las leyes de Selección Natural. Nuestro querido Darwin definía este fenómeno esencial de la evolución como la capacidad de supervivencia de los más aptos. Pero si la trama o argumento de la tira en cuestión tiene ingredientes policiales mezclados con el culebrón, si a la historia de amor hay que agregarle asesinatos y misterios, la cosa se complica; hay una sutil diferencia, pequeña, testicular se podría decir. En este caso los que sobreviven no son necesariamente los más fuertes ni los más lindos, ni siquiera los más inteligentes, sino más bien todo lo contrario. Los que permanecen, los que tienen más posibilidades de llegar vivos hasta el último capítulo deben ser bastante boludos.
Si la chica comete un crimen hay que asegurarse de dejar algunas pistas: rastros de sangre, huellas en el arma, algún objeto personal que se le cae sin que se dé cuenta (anillos, cadenitas y pulseras vienen muy bien en estos casos), en fin, evidencia que pueda servir para probar que ella fue la asesina. Pero como esto va a ocurrir ciento cincuenta capítulos después de sucedido el hecho, también hay que asegurarse de que nadie la descubra fácilmente. Si a la chica se le ocurre seguir matando tres, cinco, siete veces más, es imperioso que la gente alrededor suyo, que los demás personajes tengan cierta cuota fundamental de boludismo.
¿Cómo se logra esto? Volvamos a la Naturaleza que siempre es buena consejera. Dejando de lado glaciaciones y lluvias de meteoritos que acobardan a cualquiera, se supone que a través del tiempo sólo sobreviven los individuos más resistentes a las adversidades que se les presentan, y que para ello se van adecuando o dominando su entorno, a través de mutaciones o adaptaciones genéticas.
En una novela como la que nos ocupa o como la que tuve la oportunidad de escribir el año pasado, los personajes más duraderos también sufren mutaciones: progresivamente, sin prisa pero sin pausa, se van volviendo ciegos y sordos a las pistas más evidentes. Se les van cerrando los oídos, los ojos comienzan a desaparecer, el cerebro se les va recubriendo con una capa de ingenuidad aún más espesa y oscura que la materia gris. No escuchan, no encuentran, no deducen, no sospechan.
Si al taller mecánico de enfrente se mudan tres hombres un poco extraños y que usan nombres falsos, más de una vez se les va caer el documento o el pasaporte, el empleado del banco los va a llamar por su verdadero apellido frente a su máximo enemigo, aparecerán personajes del pasado que los conocen con otra identidad, pero la verdad no se descubrirá hasta que no arranquen los primeros calores de diciembre y en los estudios se empiecen a construir los decorados de la tira del año siguiente.
Eso, claro está, siempre y cuando los personajes deban quedarse hasta el final. Porque si la idea es aparecer como estrella invitada, digamos unos veinte capítulos nada más, el asunto es diferente. Tomemos el caso del subcomisario que viene a hacer una participación especial. Hay que lograr un equilibrio muy delicado: se supone que este policía debe ser un tipo sagaz, astuto y brillante, básicamente porque será encarnado por uno de los actores más hot y caros del momento. No lo podemos dejar mal parado. Pero a pesar de su gran inteligencia tiene que tardar ni más ni menos que una veintena de capítulos en descubrir quién mató a su tío, pero sobre todo, por qué. No son los tiempos de Columbo ni de Kojak, que en apenas una hora resolvían hasta el más intrincado de los crímenes. ¿Entonces? Fácil: el viejo truco de hacerlo enamorarse de la asesina. No hay mejor manera de ralentar unas neuronas perspicaces que caer bajo el influjo del amor. Entonces el pobre subcomisario enamorado podrá confundir tranquilamente las pruebas, confiar ciegamente en las palabras de la sospechosa y hasta dudar de su infalible intuición policíaca. Y de paso, lo vamos engordando como un chancho para que en la última de sus apariciones ella se lo devore como corresponde. Cuando finalmente llega el día fatal, en el segundo corte de bloque él descubre que ella es la asesina; nada menos que la mujer con la que mantiene un romance. De pronto las dos están desnudas frente a él: la homicida y la verdad. Una vez más, él cae en la tentación y hacen el amor (después de todo es humano y siente que ya tendrá tiempo de arrestarla después). Error. Grave error. En pleno acto sexual y cuando están alcanzando el clímax, ella saca el punzón tipo estilete que usa para atarse el pelo y en un claro homenaje a Matador, se lo clava en el centro del pecho. Listo. Escena 30. Veinte capítulos exactos. Game over.
Más le hubiera valido al pobre policía haberse callado la boca y fingir no tener idea de nada. Después de todo, ¿no es lo que solemos hacer tantas veces en la vida real? ¿Cuántas empresas, cuántos matrimonios, cuántas relaciones humanas siguen adelante sólo porque alguno de sus miembros tiene la infinita capacidad de hacerse el boludo? El empleado cobarde que intuye que el día que se anime a dar un puñetazo en el escritorio y a escupirle la verdad en la cara a su jefe, debe darse por muerto. La mujer que aunque su matrimonio esté en coma desde hace años, prefiere mantener un respirador en forma de amante. Las familias caretas que se siguen reuniendo en Navidad y en Año Nuevo, cuando su verdadero deseo para las Fiestas sería no tener que verse las caras.
Cuántas situaciones humillantes, absurdas o vacías somos capaces de soportar a veces con tal de estirar una historia. Sin darnos cuenta de que hace rato que los demás ya cambiaron de canal.

Las noches en Noruega


         La acción transcurre en un restaurant de lujo de Palermo Hollywood, de esos que las revistas especializadas califican con cinco tenedores o algo así. En una mesa apartada, hay un tipo que está refuerte y por el que suspira por lo menos un millón de mujeres cada noche. Frente a él, una mujer hermosa y elegante que despierta fantasías a diestra y siniestra. Es una escena romántica: sobre la mesa hay velas, champagne y comida carísima. Ellos van a hablar de amor, se van a besar en el corte de bloque dos y probablemente el capítulo termine con las siluetas de ambos haciendo el amor por corte directo en algún hotel casi tan lujoso como este restaurant. Pero lo que ninguno de los dos sabe es que todo este clima sugerente se va a arruinar por completo apenas la cámara nos muestre las ventanas.
         Las tiras diarias, como su nombre lo indica, salen al aire todos los días y se graban todos los días. Desde las seis y media o siete de la mañana hasta el atardecer. De lunes a viernes. De noche, los actores vuelven a sus casas, bañan y acuestan a sus hijos, comen con sus maridos o esposas, viven unas pocas horas de vida verdadera. Algunos —muy pocos, a decir verdad— estudian la letra que deberán saber de memoria al día siguiente. Pero lo cierto es que de noche no se graba. De noche se descansa.
Entonces, ¿qué pasa con las escenas en las que se supone que es de noche? ¿Qué pasa con las cenas románticas a la luz de la luna y los encuentros sexuales en la madrugada? Muy simple: se graban de día. Son como las noches de verano en Noruega, a plena luz del sol, aunque los relojes marquen otra cosa.
Por eso, a pesar de que él diga Esta es la noche más feliz de mi vida o a pesar de que ella le conteste unos segundos más tarde Me gustaría que nunca amaneciera, quiero que esta noche sea eterna… como nuestro amor o cualquier otra genialidad que los guionistas hayan pensado y los dialoguistas hayan escrito para la ocasión, a pesar del esfuerzo que hagamos con la imaginación, nada va a impedir que la magia se diluya apenas veamos pasar por la ventana el colectivo 39 rumbo a Tribunales.

Muertes a pedido

   
—Mirá, te llamo para hablarte de mi muerte, de cómo me gustaría que fuera. Yo sé que falta poco.
—Sí, estoy en eso.
—Bueno, a mí me gustaría pedirte que mi muerte fuera… cómo decirlo… digna.
— ¿Digna”?
—Sí, digna, ¿puede ser?
—Sí, claro, claro que puede ser. ¿Pero podés ser un poco más específico?
—Me encantaría morir como Tom Cruise en Collateral.
—Ajá.
— ¿La viste, no?
—Sí, por supuesto.
—Bueno, viste que el tipo muere sentado en el subte. A mí me gustaría algo así.
— ¿Sin que se den cuenta los que están alrededor tuyo?
— ¡Tal cual! Sin caerme al piso, sin que me explote la cabeza y vuelen los pedacitos de seso por todos lados. Una muerte… elegante.
— ¿Pero sí puede ser a punta de pistola, no? Violenta, aunque elegante.
—Exacto. Veo que me entendés perfectamente.
—Listo. Tomé nota.
—Muchas gracias.
—De nada, para eso estamos.

Y corté. Esta conversación telefónica es real. Y es una de las tantas que tuve este año con pedidos similares. Yo no me quiero morir de sobredosis, ¿me podrán envenenar? A mí me gustaría suicidarme, pero no quiero quedar como una loca desquiciada, prefiero el papel de víctima. Otros fueron más directos: ¿Puedo morir salvándole la vida a tal? O A mí me gustaría una muerte lenta, agónica, así tengo tiempo de decir unas cuantas cosas antes de irme para siempre. Y la lista sigue. Supongo que son los gajes (¿qué carajo quiere decir “gajes”?) del oficio. Escribir una tira cuya protagonista es una asesina es abrir la caja de Pandora a la hora de los pedidos de los actores. Todos quieren morir, si es posible, a último momento, en los últimos diez capítulos. Todos quieren que a sus personajes los mate la protagonista, nada de que los atropelle un colectivo o se atraganten con el carozo de una aceituna. Esto no es Six Feet Under y acá no hay lugar para muertes absurdas o domésticas. En una tira del prime time, en un canal abierto, y frente a los ojos de más de dos millones de personas que los miran todas las noches, ellos quieren que sus muertes sean memorables. Y a lo mejor tienen razón.
Pero lo cierto es que cada vez que recibo una de estas llamadas no puedo evitar sentirme un poco gángster, un poco asesino a sueldo, un poco miembro de la Cosa Nostra. Después de todo estoy cobrando puntualmente mes a mes por diseñar la muerte de esta gente, aunque en rigor no puedan llamarse “gente” ni mucho menos, con perdón de los actores.
Más de una vez me vi tentada a contestar: ¿Desea acompañar su tiro en la nuca con una porción de papas fritas? ¿Quisiera agrandar su combo de inyecciones letales por sólo cincuenta centavos? Aunque más no sea para aflojar el clima fúnebre de la conversación.
Pero hoy, después de haber escuchado la voz sexy del galán maduro en cuestión (no le debe gustar nada que se refieran a él de esa manera y lo cierto es que es mucho más que eso), me quedé pensando qué pasaría si hubiese un teléfono al cual llamar para encargar tu propia muerte. ¿Qué tal un 0-800 que ofrezca este servicio? ¿No sería genial poder llamar una noche cualquiera y decir: Mirá, a mi me gustaría ahogarme en una playa de la Polinesia, a los 80 años, después de jugar toda la tarde con mis nietos y de hacer el amor con una hawaiana, por ejemplo? O Yo quiero que me pase un tren por encima, pero no cualquier tren. Que sea el Expreso de Oriente o el Royal Scotsman. Si no se puede, de última, el Tren a las Nubes. Muchas gracias.
Habría pedidos de todo tipo, seguramente, desde el más bizarro hasta el inevitable lugar común de Me quiero quedar dormido para siempre, en mi propia cama, sin darme cuenta de nada. O como decía el poeta: Yo quisiera morir como las rosas, en la blancura del deshojamiento. Irme suave y cordial, callado y lento, en la quietud conforme de las cosas.
¿Y qué pasa si alguien prefiere que el asunto siga como hasta ahora, si no es muy afecto a las novedades y no le interesa saber cuál va a ser su último día? ¿Qué pasa si quiere que la guadaña lo alcance por sorpresa; que Madame La Mort lo ataque por la espalda cuando menos se lo espera? Muy simple, no hace ningún llamado y listo. Se ahorra la moneda. Sigue viviendo su vida como hasta ahora y espera a que suceda lo que el Gran Autor escribió para él. Pero yo sé que los otros, los que somos controladores y neuróticos, planearíamos en lo posible hasta el último detalle: la luz, la hora del día, la temperatura.
Sería una linda vuelta de tuerca al guión de nuestras vidas. Ya que no pudimos elegir ni cuándo ni dónde nacer, ya que no tuvimos ni voz ni voto a la hora de caer en la familia espantosa, disfuncional, ruidosa, superficial, pobretona o careta (elija usted el adjetivo que mejor le cuadre, querido lector) que nos tocó en suerte, por lo menos poder decidir cómo nos vamos de este mundo sería una forma de justicia poética.